domingo, 11 de junio de 2017

El hogar: El fundamento de una vida recta



El hogar: El fundamento
de una vida recta
 

Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia:
 Gordon B. Hinckley, 2016

“Cuanto más eduquen a sus hijos en los senderos del evangelio de Jesucristo, con amor y metas elevadas, hay mayor probabilidad de que tengan paz en sus vidas”.

De la vida de Gordon B. Hinckley

A finales de 1973, Gordon y Marjorie Hinckley con renuencia (sin muchas ganas de mudarse),  decidieron mudarse de su casa de East Mill Creek, Utah [EE. UU.], a fin de poder vivir más cerca de las Oficinas Generales de la Iglesia de Salt Lake City. El presidente Hinckley, quien en ese entonces era miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles, dedicó algo de tiempo en la víspera de Año Nuevo de aquel año a escribir sobre su hogar. Sus palabras revelan lo que sentía por ese lugar, pero aún más, revelan sus sentimientos de una amorosa familia.

“Qué nostálgicos y tristes nos sentimos por tener que partir”, escribió. Rememoró el esfuerzo de la familia para edificar la casa y arreglar los alrededores de la propiedad. Luego sus pensamientos se dirigieron a las relaciones; las del uno con el otro y con Dios:

“Aquí jugamos juntos mientras nuestros hijos crecían y aquí oramos juntos. Aquí, nosotros y nuestros hijos, llegamos a conocer a nuestro Padre Celestial, que Él vive y escucha y responde.

 “Quizá más adelante escriba un libro… no para el mundo, sino para aquellos cinco hijos, sus cónyuges y su posteridad. Y si lograra expresar con palabras la historia de ese hogar, habrá lágrimas y risas; y un silencioso, grande y penetrante espíritu de amor que conmoverá el corazón de los que lean, puesto que quienes vivieron y crecieron allí se amaban el uno al otro, amaban a sus vecinos, y amaban a su Dios y al Señor Jesucristo”.

Durante todo su ministerio, el presidente Hinckley testificó de la importancia de las familias amorosas y fieles. Bajo su dirección, la Primera Presidencia y el Cuórum de los Doce Apóstoles promulgaron “La Familia: Una Proclamación para el Mundo”, que el élder M. Russell Ballard, de los Doce, describió como “un llamado resonante para proteger y fortalecer a las familias”. Tras leer la proclamación en la Reunión General de la Sociedad de Socorro de septiembre de 1995, el presidente Hinckley declaró: “La fortaleza de toda nación radica dentro de los muros de sus hogares. Instamos a nuestros miembros, en todo lugar, a fortalecer a su familia de conformidad con estos valores consagrados por el tiempo”.

“Hacemos un llamado a los padres para que dediquen sus mejores esfuerzos a la enseñanza y crianza de sus hijos”.

Enseñanzas de Gordon B. Hinckley

Las relaciones familiares son las más sagradas de todas las relaciones.

La familia es divina. Fue instituida por nuestro Padre Celestial y abarca las más sagradas de todas las relaciones. Únicamente mediante su organización se pueden cumplir los propósitos del Señor.

Somos una iglesia que da testimonio de la importancia de la familia —del padre, de la madre, de los hijos— y del hecho de que todos somos hijos de Dios, nuestro Padre Eterno.

 Los padres que traen hijos al mundo tienen la responsabilidad de amarlos, de nutrirlos y cuidarlos, de enseñarles los valores que bendecirán su vida de modo que crezcan y lleguen a ser buenos ciudadanos… Quiero recalcar aquello con lo que ya están familiarizados, que es la importancia de unir nuestra familia con amor y bondad, con aprecio y respeto, y con la enseñanza de las vías del Señor a fin de que sus hijos crezcan en rectitud y eviten las tragedias que afectan a tantas familias en todo el mundo.

Es fundamental que no desatiendan a su familia. Nada de lo que tienen es más valioso.

Los padres y las madres tienen el privilegio de cuidar de sus hijos y enseñarles el evangelio de Jesucristo.

Hacemos un llamado a los padres para que dediquen sus mejores esfuerzos a la enseñanza y crianza de sus hijos con respecto a los principios del Evangelio, lo que los mantendrá cerca de la Iglesia. El hogar es el fundamento de una vida recta y ningún otro medio puede ocupar su lugar ni cumplir sus funciones esenciales en el cumplimiento de las responsabilidades que Dios les ha dado.

 Estoy convencido de que no hay nada que proporcione mayor éxito en la arriesgada tarea de ser padres que un programa de vida familiar que provenga de la maravillosa enseñanza del Evangelio: que el padre de familia esté investido con el sacerdocio de Dios; que tiene el privilegio y la obligación como mayordomo de los hijos de nuestro Padre Celestial de proveer para sus necesidades; que ha de gobernar su casa con el espíritu del sacerdocio “por persuasión, por longanimidad, benignidad, mansedumbre y por amor sincero” (D. y C. 121:41); que la madre en el hogar es una hija de Dios, un alma de inteligencia, devoción y amor que puede ser investida con el Espíritu de Dios; que tiene el privilegio y la obligación, como una mayordomía, de cuidar y velar por los hijos de nuestro Padre Celestial, así como de sus necesidades cotidianas; que ella, junto con su esposo, debe también enseñar a sus hijos “a comprender la doctrina del arrepentimiento, de la fe en Cristo, el Hijo del Dios viviente, del bautismo y del don del Espíritu Santo por la imposición de manos… [y] a orar y a andar rectamente delante del Señor” (D. y C. 68:25, 28).

En un hogar así, se ama a los padres y no se les teme; se les aprecia y no se les tiene miedo; y a los hijos se les considera seres muy preciados que da el Señor para cuidar, sustentar, alentar y guiar.

Puede que en ocasiones haya desacuerdos, pequeñas disputas; más si hay oración, amor y consideración en la familia, habrá también un cimiento de afecto que los unirá para siempre, así como lealtad que siempre servirá de guía.

Ahora un consejo para los padres y madres que no tienen cónyuge… [Ustedes] llevan cargas agotadoras al luchar las batallas diarias que acompañan la crianza de los hijos y ver que se cubran sus necesidades. Ese es un deber solitario, pero no tienen que estar completamente solos. Hay muchas personas, hay muchos en esta Iglesia que podrían extender una mano hacia ustedes con delicadeza y comprensión.

Ellos no desean entrometerse donde no se les necesite, sino que
su interés es genuino y sincero, y ellos se bendicen a sí mismos a
la vez que los bendicen a ustedes y a sus hijos. Acepten su ayuda, ellos tienen que brindarla por el bien de ellos y por el de ustedes.

Contamos con miles de buenos obispos en la Iglesia, miles de buenos líderes de cuórum, miles de mujeres maravillosas de la Sociedad de Socorro, tenemos maestros orientadores y maestras visitantes. Ellos son sus amigos, el Señor los ha dispuesto para que les brinden a ustedes su fortaleza y los ayuden; y nunca olviden que el Señor mismo es una fuente de mayor fortaleza que cualquier otra. Me conmovió cierta experiencia que relató… una madre sola, que criaba siete hijos, la cual rogó a su Padre Celestial poder estar con Él aunque solo fuera por una noche, a fin de hallar consuelo y fortaleza para las futuras pruebas. Tierna fue la respuesta que acudió a su mente casi como una revelación: “Tú no puedes venir a mí, pero yo iré a ti”.

Cuanto más eduquen a sus hijos en los senderos del evangelio de Jesucristo, con amor y metas elevadas, hay mayor probabilidad de que tengan paz en sus vidas.

Mediante la oración familiar, los hijos crecen con fe en el Dios viviente.

 Miren a sus pequeñitos. Oren con ellos y por ellos, y bendíganlos. El mundo en el cual ellos viven es muy
complejo y difícil; navegarán en tempestuosos mares de adversidad y necesitarán toda la fuerza y toda la fe que puedan darles mientras todavía estén cerca de ustedes,
 así como también una mayor fuerza que proviene de un poder más alto. Ellos tienen que hacer algo más que conformarse con las circunstancias que hallen; tienen que
elevar el mundo, y los únicos medios que tendrán para hacerlo serán el ejemplo de su propia vida y los poderes de persuasión que emanen de su testimonio y del conocimiento de las cosas de Dios. Necesitarán la ayuda del Señor. Mientras son pequeños, oren con ellos para que lleguen a conocer la fuente de fortaleza que entonces tendrán a su alcance siempre, en todo momento de necesidad.

No sé de ninguna otra práctica que tenga un efecto más saludable en la vida de una familia que la de arrodillarse juntos en oración. Las palabras “Nuestro Padre Celestial” en sí tienen un efecto enorme. Uno no puede pronunciarlas con sinceridad y reconocimiento a menos que se sienta responsable ante Dios…

Las conversaciones diarias con Él brindarán una paz al corazón y una dicha a la vida que no pueden provenir de ninguna otra fuente… El aprecio mutuo crecerá.
Los hijos se verán bendecidos con un sentimiento de seguridad que deriva de vivir en un hogar donde mora el Espíritu de Dios. Conocerán y amarán a padres que se respetan entre sí, y crecerá un espíritu de respeto en su corazón. Sentirán el resguardo de tiernas palabras pronunciadas en forma apacible. Los cobijarán un padre y una madre que, al vivir honradamente para con Dios, viven honradamente entre ellos y para con el prójimo. Madurarán con un sentido de gratitud, al haber escuchado a sus padres expresar agradecimiento en oración por las bendiciones grandes y por las pequeñas. Crecerán con fe en el Dios viviente.

La noche de hogar puede acercar más a los padres y a los hijos al aprender las vías del Señor.


Recuerdo que cuando era niño, de unos cinco años de edad, el presidente Joseph F. Smith anunció a toda la Iglesia que debían

reunir a su familia para efectuar la noche de hogar. Mi padre dijo: “El Presidente de la Iglesia nos ha pedido que lo hagamos y vamos a hacerlo”.

De modo que todos nos reunimos para la noche de hogar. Era entretenido; él decía: “Cantaremos un himno”, pero no éramos muy buenos para cantar… Tan solo intentábamos cantar y nos reíamos el uno del otro. Así hicimos con muchas otras cosas. No obstante, de aquella experiencia surgió algo gradualmente que fue magnífico; una costumbre que nos ayudó, que nos acercó como familia, que nos fortaleció y que cultivó en nuestro corazón la convicción del valor de la noche de hogar.

Estoy agradecido de que como Iglesia tengamos como parte básica de nuestro programa la costumbre de la noche de hogar semanal. Es significativo que en estos ajetreados días miles de familias en todo el mundo hagan un esfuerzo concienzudo por consagrar una noche a la semana para cantar juntos, instruirse los unos a los otros en las vías del Señor, arrodillarse juntos en oración y agradecer al Señor Sus misericordias e invocar Sus bendiciones en nuestra vida, hogar, labores y nación. Creo que no valoramos el inmenso beneficio que proviene de este programa.

Si tienen alguna duda en cuanto a las virtudes de la noche de hogar, pónganla a prueba. Reúnan a sus hijos a su alrededor, enséñenles, compartan su testimonio, lean las Escrituras juntos y pasen un buen momento juntos.

Los padres deben comenzar a enseñar a los hijos cuando son pequeñitos.

 Poco después de que mi esposa y yo nos casamos, edificamos nuestra primera casa. Teníamos muy poco dinero y yo mismo hice gran parte del trabajo. El jardín tuve que hacerlo yo solo.

   
El primero de los muchos árboles que planté fue una acacia negra sin espinas, y visualicé el día en que con su sombra refrescara la casa en el verano. Lo puse en un extremo donde el viento del cañón de las montañas al oriente soplaba con más fuerza. Hice un hoyo, asenté allí las raíces, lo cubrí con tierra, le eché agua y prácticamente me olvidé de él. Era un arbolito pequeño, quizá de unos dos centímetros de diámetro, y era tan flexible que podía doblarlo con facilidad en cualquier dirección. No le presté mucha atención al pasar los años, hasta que un día invernal en que el árbol no tenía hojas, lo vi casualmente al mirar por la ventana; me fijé entonces en que se inclinaba hacia el poniente; que estaba deforme y desequilibrado. No lo podía creer. Salí y traté con todas mis fuerzas de enderezarlo, pero el tronco ya medía casi 30 centímetros de diámetro y mi fuerza no era nada en contra de él. Fui a buscar una polea y una cuerda; después de haber amarrado un extremo de esta al árbol y el otro a un poste firme, tiré de la cuerda.

La polea se movió un poco y el tronco del árbol se estremeció ligeramente, pero eso fue todo. Parecía decirme: “No puedes enderezarme, es demasiado tarde. He crecido así por tu negligencia y no me doblegaré”.

Finalmente, desesperado, tomé la sierra y le corté la rama grande y pesada que daba al oeste. Retrocedí y contemplé lo que había hecho: había cortado gran parte del árbol, dejando una horrible cicatriz de unos veinte centímetros a lo largo y una sola rama que apuntaba hacia arriba.

…Hace poco volví a mirar el árbol; es grande, tiene mejor forma y es un bello adorno para la casa; pero cuán serio fue el trauma de su juventud y cuán doloroso el tratamiento que empleé para enderezarlo. Cuando lo planté, un pedacito de hilo lo hubiera mantenido derecho en contra de la fuerza del viento. Yo habría podido y debí haberle puesto ese hilo con tan poco esfuerzo; pero no lo hice, y se dobló ante las fuerzas que cayeron sobre él.

Los hijos son como los árboles; cuando son jóvenes, se puede moldear y dirigir su vida, por lo general con muy poco esfuerzo. El autor de los Proverbios escribió: “Instruye al niño en su camino; y aun cuando fuere viejo, no se apartará de él” (
Proverbios 22:6). Esa instrucción tiene sus raíces en el hogar.
 
“Reúnan a sus hijos a su alrededor, enséñenles, compartan su testimonio, lean las Escrituras juntos y pasen un buen momento juntos”.
 
Isaías dijo: “Y todos tus hijos serán enseñados por Jehová, y grande será la paz de tus hijos” (Isaías 54:13).

Guíen a sus hijos e hijas, dirijan sus pasos desde que sean muy pequeños, enséñenles las vías del Señor de tal manera que la paz sea la compañera de ellos a lo largo de su vida.

Si se rebelan los hijos, los padres deben seguir orando por ellos, amándolos y tendiéndoles la mano.

Reconozco que hay padres que, a pesar de haberles dado un amor incondicional y de haber hecho un esfuerzo diligente y fiel por enseñarles, ven a sus hijos crecer de manera contraria a sus enseñanzas y lloran al verlos descarriados, seguir deliberadamente un curso que les acarreará consecuencias trágicas.

Siento gran compasión hacia esas personas, y a ellas acostumbro citar las palabras de Ezequiel: “El hijo no llevará la iniquidad del padre, ni el padre llevará la iniquidad del hijo” (
Ezequiel 18:20).

De vez en cuando, pese a todo lo que intenten hacer, hay hijos rebeldes. No obstante, sigan intentándolo; no se den por vencidos jamás. Jamás habrán perdido en tanto lo intenten. Sigan intentándolo.

Si alguno de ustedes tiene un hijo o un ser querido en esa condición [de rebeldía], no se den por vencidos. Oren por ellos, ámenlos, tiéndanles la mano y ayúdenlos.


Algunas veces parecerá ser demasiado tarde… sin embargo, recuerden mi acacia [véanse las páginas (00–00) 171–172]. De una poda y del sufrimiento surgió algo hermoso, cuya vida posterior ha brindado sombra placentera al calor del día.

Fortalecemos a nuestra familia al procurar la ayuda de los cielos y al fomentar un espíritu de amor y respeto mutuos.

[Criar una familia] puede que no sea fácil y que esté colmada de desilusiones y dificultades; requerirá valor y paciencia… El amor puede marcar la diferencia: el amor que se dé generosamente en la infancia y también a lo largo de los difíciles años de la juventud. Este hará lo que el dinero que se derroche en los hijos jamás hará.

Y la paciencia, y el refrenar la lengua y el autodominio ante la ira…
Y el alentar, siendo rápidos para elogiar y lentos para criticar.

Todo eso, junto con la oración, obrará maravillas. No esperen hacerlo solos; necesitan la ayuda del cielo para criar a un hijo del cielo; es decir, a su hijo o hija, quien también es hijo o hija del Padre Celestial.

Todo niño, con unas pocas excepciones, es producto de un hogar, sea este bueno, malo o indiferente. Conforme los niños crecen a través de los años, su vida llega a ser, en gran medida, una extensión y un reflejo de las enseñanzas familiares. Si hay aspereza, maltrato, ira descontrolada, deslealtad, los frutos serán seguros y discernibles, y con toda probabilidad se repetirán en
generación siguiente. Si por otro lado hay tolerancia, perdón,
respeto, consideración, bondad, misericordia y compasión, del mismo modo los frutos serán discernibles y eternamente gratificantes; serán positivos y dulces y magníficos. Y conforme los padres tengan y enseñen misericordia, esta se repetirá en la vida y las acciones de la siguiente generación.

Me dirijo a los padres y madres de todas partes para rogarles que dejemos de lado la aspereza, que refrenemos nuestra ira, que bajemos el tono de la voz, y que nos tratemos con misericordia, amor y respeto el uno al otro en nuestro hogar.

 En la antigüedad se dijo que “la blanda respuesta quita la ira” (Proverbios 15:1). Muy raras veces nos metemos en dificultades cuando hablamos apaciblemente; es solo cuando alzamos la voz que las chispas vuelan y los granitos de arena se hacen grandes montañas de contención… La voz de los cielos es apacible y delicada (véase 1 Reyes 19:11–12); del mismo modo, la voz de la paz en el hogar es una voz suave.

Claro que dentro de la familia existe la necesidad de la disciplina; pero la disciplina severa, la disciplina cruel, lleva inevitablemente, no a la corrección, sino al resentimiento y a la amargura; no cura nada, sino que solamente agrava el problema; es contraproducente.

No existe en todo el mundo disciplina como la disciplina del amor; tiene magia propia.

Esforcémonos constantemente por fortalecer a nuestra familia. Que el esposo y la esposa cultiven un espíritu de absoluta lealtad el uno para con el otro. No dejemos de valorarnos el uno al otro, sino esforcémonos constantemente por cultivar un espíritu de amor y de respeto mutuos.

Oh, Dios, nuestro Padre Eterno, bendice a los padres para que enseñen con amor y con paciencia, y para que den aliento a quienes son lo más preciado, los niños que han venido de Ti, para que juntos sean salvaguardados y dirigidos para bien, y en el
proceso del crecimiento, traigan bendiciones al mundo del cual serán parte.